domingo, 20 de enero de 2013

Tres estrellas titilan en enero.

La primera estrella tembló de miedo
     y se desangró,
     como un témpano de hielo murió
     escurriéndole cenizas
     huyendo, fugaz, trascendiendo
     con el dolor a cuestas, infinito al cielo.

La luna se escondió tras un eclipse.

La segunda estrella titilaba 
     como el latido constante de un cañón.
La erupción de un volcán
     desangrando lava ardiente.
Un río de agua salada
     desbordado.
El filo de un cristal fragmentado.
      Estrellado.
      Vuelto llanto.

Vomito las ruinas de mi Hélade de cristal.
Vomito los pedacitos
      sangrantes
            de mis ruinas de cristal.

Las ruinas de mi altar de plata
      fundido.
Mis aspiraciones doradas.

Sólo fue uno quien me traicionó,
      era el único.
No importaron mis rezos,
      ni mi fe
            ni los sacrificios múltiples.

Aquella Hélade culminó devastada
      frente al temblor sangrante.
Los latidos cesaron
      después de la tormenta salada,
            después de la convulsión eléctrica 
            de la espina dorsal.

Derrumbados los templos.
      Los suspiros vueltos huracán.
            El huracán vuelto llanto.

Granizo de sal bombardeando
      la metrópoli de cristal.
Y el bombardeo del corazón
      intoxicando el aroma de dulces toronjas
      que antes hincharon mis pulmones
            reventaron, intolerantes, bajo presión.

La tercera estrella titiló, solitaria
      frágil y pequeñita.

Fue la tercera estrella testigo
      del némesis destructor de su morada.

La estrella titilaba de frío, 
      con las heridas abiertas y la sangre caliente;
            fue la tercera, quedó derrotada
            al frente de un castillo ahogado por una guadaña.

Pequeñita, titilaba, en el cielo
      solitaria, estrella lejana.

Pequeñita y lejana.

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